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La Navidad: entre el pesebre y el escaparate

La Navidad: entre el pesebre y el escaparate
  • Publisheddiciembre 22, 2025
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Por: Ángel Ruiz-Bazán

Cada año, cuando llegan las luces, los villancicos y las mesas repletas, la Navidad vuelve a instalarse en nuestras vidas. Sin embargo, cabe preguntarse —con honestidad— qué estamos celebrando realmente. Para los católicos, la Navidad no es una tradición cultural ni una simple fecha del calendario: es la conmemoración de un acontecimiento que cambió la historia, el nacimiento de Jesús, Dios hecho hombre. Pero en la práctica cotidiana, esta celebración parece cada vez más lejana de su sentido original.

La Navidad cristiana nace en un pesebre, no en un centro comercial. El relato evangélico es claro: Dios no eligió el poder ni la riqueza para hacerse presente en el mundo, sino la fragilidad de un niño, la pobreza de un establo y la compañía de los más humildes. Este gesto encierra una verdad profunda: el amor auténtico no se impone, se ofrece; no domina, sirve; no acumula, se entrega.

Celebrar la Navidad, desde la fe católica, significa asumir esa lógica. Significa reconocer que cada vida humana es sagrada, que los pobres ocupan un lugar privilegiado en el corazón de Dios y que la esperanza puede nacer incluso en los márgenes. El Niño Jesús no vino a inaugurar una era de abundancia material, sino una revolución espiritual basada en la humildad, la justicia y la misericordia.

Sin embargo, basta observar nuestro entorno para constatar un contraste inquietante. La Navidad contemporánea ha sido absorbida por la dinámica del consumo. Las semanas previas se convierten en una carrera frenética por comprar, gastar y aparentar. El valor de la fiesta parece medirse por el tamaño de los regalos, la ostentación de la mesa o la capacidad de consumo. El pesebre queda relegado a un adorno, mientras el escaparate ocupa el centro del escenario.

Esta transformación no es inocente. Una Navidad dominada por el materialismo vacía de sentido la celebración y genera exclusión. Para muchos, estas fechas no traen alegría, sino angustia: la presión de cumplir con un modelo de felicidad basado en el gasto deja fuera a quienes no pueden participar de esa lógica. Así, una fiesta que nació para anunciar esperanza termina produciendo frustración y desigualdad.

Resulta paradójico —y profundamente contradictorio— celebrar el nacimiento de un Niño pobre mediante prácticas que exaltan el lujo, el derroche y la acumulación. Se honra al Jesús del pesebre con un sistema que ignora al Jesús de los pobres, de los migrantes, de los descartados. En ese contraste se revela una de las grandes tensiones morales de nuestra sociedad.

Recuperar el verdadero sentido de la Navidad no implica renunciar a la alegría, al encuentro familiar o a la celebración compartida. Implica, más bien, reordenar nuestras prioridades. Volver a mirar el pesebre como una escuela de humanidad, donde se aprende que el amor no se compra y que la dignidad no depende del poder adquisitivo.

La Navidad auténtica sigue siendo una provocación. Nos invita a vivir con más sencillez, a compartir con mayor generosidad y a colocar al ser humano —especialmente al más vulnerable— en el centro. En un mundo saturado de consumo, celebrar el nacimiento de Jesús es, quizás, uno de los actos más contraculturales que aún podemos realizar.

Porque, al final, la pregunta persiste: ¿celebramos la luz que vino al mundo o el brillo efímero de los escaparates? La respuesta no está en lo que compramos, sino en cómo vivimos, amamos y compartimos.

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