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El caso SENASA poder, abuso de confianza y un país al borde del hartazgo

El caso SENASA poder, abuso de confianza y un país al borde del hartazgo
  • Publisheddiciembre 14, 2025
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El caso Senasa no solo ha destapado un presunto entramado de corrupción administrativa: ha colocado al país frente a un espejo incómodo. Un espejo donde se reflejan el abuso de confianza, la impunidad histórica y el agotamiento moral de una sociedad que siente que siempre paga los platos rotos. Aunque las imputaciones deberán ser confirmadas conforme al debido proceso y por decisiones irrevocablemente juzgadas, resulta imposible ignorar lo evidente: el desfalco es palpable y el daño causado trasciende lo jurídico. Es un dolor que no se limita al cuerpo; es un dolor en el alma colectiva de la nación.Un crimen social que no admite trivializaciónEste no es un expediente técnico ni un debate contable. El caso Senasa representa uno de los episodios más inhumanos de la historia reciente, porque golpeó directamente a los más vulnerables. Miles de ciudadanos de escasos recursos, cuya única esperanza era el sistema público de salud, vieron negados servicios esenciales, tratamientos oportunos y una atención digna.Ese impacto no puede relativizarse con tecnicismos legales ni con estrategias de distracción. Aquí hubo decisiones presuntamente criminales que se tradujeron en sufrimiento real, angustia permanente y, en algunos casos, muerte. Por eso la indignación social no es exagerada: es proporcional al daño.

Los hilos del poder y la sombra de la impunidad

Desde el inicio del proceso, la ciudadanía ha percibido una constante inquietante: los hilos del poder parecen moverse para reducir consecuencias y proteger responsables. Más allá de lo que finalmente dictaminen los tribunales, esa percepción es devastadora en sí misma. Porque cuando el ciudadano siente que la justicia no es ciega, sino selectiva, la confianza institucional se desploma.

El énfasis en supuestas condiciones de salud, privilegios procesales o salidas complacientes resulta ofensivo frente a la magnitud del daño causado. La pregunta es inevitable y legítima: ¿existió alguna consideración con los miles de dominicanos pobres que fueron abandonados por el sistema que debía protegerlos?

Un punto a favor del presidente en medio del descrédito

En medio del pesimismo generalizado, es de justicia reconocer un elemento positivo: el presidente de la República ha actuado de manera correcta al afirmar que tiene amigos, pero no cómplices. El hecho de que este proceso se esté llevando a cabo dentro de su propio gobierno marca una diferencia significativa en la historia política reciente del país.

Conviene recordarlo con honestidad intelectual: en gobiernos pasados, casos de esta magnitud que involucraban estructuras del propio Estado no se judicializaban, no por ausencia de hechos, sino por decisiones políticas que garantizaban protección e impunidad. Que hoy exista un proceso abierto, con imputados y debate público, representa un avance institucional que no debe minimizarse.

El fracaso de los organismos de control y prevención

Sin embargo, reconocer ese avance no puede llevarnos a ignorar otra realidad incómoda: los organismos de transparencia y control del propio gobierno han fracasado. Tanto la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental, encabezada por Milagros Ortiz Bosch, como la Dirección General de Compras y Contrataciones Públicas, bajo la responsabilidad de Carlos Pimentel, han demostrado ser reactivos, no preventivos.

Su patrón ha sido repetido: aparecer públicamente a saludar la “lucha contra la corrupción” solo después de que los escándalos explotan, cuando el daño ya está hecho y el país ya ha sido golpeado. Hablan de cientos de casos, pero no los señalan. Denuncian irregularidades, pero no alertan a tiempo. Y lo más grave: muchas de esas situaciones eran subsanables si se hubiesen detectado y enfrentado oportunamente.

La transparencia no puede ser un discurso posterior al escándalo. Su función esencial es prevenir, advertir y corregir antes de que el daño sea irreversible.

Justicia selectiva: el veneno que corroe al Estado

Nada debilita más un Estado de derecho que la justicia selectiva. Cuando la ley actúa con dureza contra los débiles y con indulgencia frente a los poderosos, deja de ser justicia y se convierte en una ficción peligrosa.

El caso Senasa amenaza con consolidar una narrativa letal para la democracia: que en República Dominicana el poder no solo protege, sino que garantiza impunidad. Si un caso que ha provocado tanto dolor humano y tanta indignación colectiva no recibe sanciones ejemplares, el mensaje será devastador: delinquir desde el poder sale barato.

Ministerio Público y jueces ante una prueba histórica

El Ministerio Público y el Poder Judicial enfrentan aquí una de las pruebas más duras de su credibilidad. No bastan expedientes voluminosos ni discursos solemnes. La ciudadanía no evalúa la justicia por el espectáculo, sino por las consecuencias reales.

Cada concesión injustificada, cada señal de condescendencia, dinamita la legitimidad institucional y profundiza la brecha entre el Estado y la sociedad.

Un país al borde del hartazgo

Los pueblos tienen límites. Y el caso Senasa ha tocado uno de los más sensibles: la dignidad. No se trata solo de dinero público ni de responsabilidades penales; se trata de la vida de gente humilde que fue sacrificada en nombre de la ambición.

Si este proceso concluye sin sanciones proporcionales al daño causado, no será solo una derrota judicial. Será una derrota ética del Estado dominicano, una herida profunda en la confianza pública y un precedente peligrosísimo.

Porque cuando el descaro no se sanciona, se convierte en estímulo. Y cuando la impunidad se normaliza, el hartazgo deja de ser advertencia y se convierte en reacción

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